martes, 8 de enero de 2008

Trashilandia

Una versión circulante nos dice que el kitsch es una categoría que nace en el mercado del arte. Que históricamente, comienza a utilizarse en la segunda mitad del siglo XIX y sus primeros propulsores son marchands de Munich quienes la usaron para nominar las distintas especies de malas copias de dibujos o pinturas que detectaban en su trabajo diario.

El kitsch nació como una dudosa versión con ínfulas: una traducción defectuosa, una pésima utilización que aspiraba a todos los status del original.
Pero al mismo tiempo el kitsch también fue un potente instrumento de seducción que desafió abiertamente las jerarquías. El kitsch desestima a los especialistas: se dirige directamente al desprevenido gusto del espectador / consumidor. El kitsch innova a pesar de sí: en realidad es una suerte de parásito de formas prestigiadas.

Esta es su gran diferencia con el trash: la aspiración central de este último (al menos en su origen) es meramente económica. No tiene inscripto en su ADN la necesidad de prestigio. El trash es excedente industrial. Mientras que el kitsch invariablemente aspiró a construir públicos –es más: a parasitar al gran público- el trash sigue siendo un valor de cambio: obtener el mayor rédito por un objeto que casi no posee valor inicial.

A principios de los 90, Adrián Dárgelos de Babasónicos le contestaba a Marcelo Eckhardt: “trash es agarrar el kitsch y hacerlo mierda”. Es una buena definición del trash en el arte: el trash como actitud cercana a un hiperkitsch. Una doble provocación.

Frente a esta embestida es fácil observar dos conductas: o bien asumir la nostalgia de una circulación libre de kitsch, esto es, volver a subrayar la necesidad de una jerarquía poderosa, o bien asumir que la historia cultural de lo “alto y lo bajo” ya está por demás contaminada y que tanto la alta como baja cultura están repletas de basura.

Si concordamos con esta última posición, entonces se impone la necesidad de revisar retrospectivamente la utilización política de estas divisiones. Y así estamos muy cerca de proyectar un kitsch y un trash retrospectivo. Para horror de los conservadores, obras que fueron consideradas kitsch en el pasado hoy cambian de categoría al mismo ritmo que otras excelsas son entendidas como souvenir del kitsch.

Y si esto sucede (y de hecho sucede) ya estamos muy cerca de comprender que toda obra inicialmente considerada kitsch ya tenía inscriptos todos los valores culturales de su original, mientras que muchas de las obras de alta cultura que hoy nos resultan invariablemente kitsch ya lo eran potencialmente en sus antiguas circulaciones.

El trash, diversamente, puede intervincularse con mayor impudicia: su autofagia resulta invariablemente horizontal.

En Visión de paralaje, Žižek nos demuestra como dos fenómenos aparentemente disociados como la música dodecafónica y la reclusión resultan cara y ceca de un mismo síntoma histórico. El trash sigue haciendo caso omiso a las jerarquías y funciona como una incesante ars combinatoria. Sus exegetas suelen ser anarquistas en potencia y sus mitologías un horizonte inacabable. Todo el tiempo recomienza, su actualización es incesante. Insisto: ¿qué sucede si comenzamos a exportar este modelo de interconexión?

¿Chequearon los software de mapas mentales? ¿Realmente estamos a salvo de que las recombinatorias del trash se internen en nuestras direcciones de análisis?

El contacto sexual ya no puede ser considerado una actividad personal y aislada, sino un vector de un complejo de fenómenos públicos que comprenden el diseño de automóviles, la política y la comunicación de masasJ. G. Ballard. Una exhibición de atrocidades (1969)