martes, 26 de febrero de 2008

El futuro ya está aquí, lo que ocurre es que no ha sido equitativamente distribuido

El tiempo no existe por fuera de de la percepción. Y no conocemos percepción que no sea cultural. Todas nuestras formas de percibir están modeladas por la cultura a la que pertenecemos.

El concepto de tiempo (que actúa con una inefable gravitación sobre nuestra construcción de cotidianeidad) es uno de los más devastados botines ideológicos. La sensación de progreso (con sus interminables loops y desvíos tan bien descriptos por Diedrich Diederichsen), el impacto de la novedad, la condena de retraso, la circulación de los gustos y las modas, todo se esculpe interviniendo y batallando por la regulación perceptiva del tiempo.
Los prejuicios resultan invariablemente afectaciones temporales, lo mismo que nuestros optimismos y pesimismos.
Pues bien: la ficción también está perturbada por este denso par (percepción/tiempo) pero posee una más elástica distribución.

Es algo que siempre me fascinó: cuando comencé a leer Patoruzito, Spirou, Corto Maltese, las sagas de Dago, el dúo dinámico, Hal Jordan, Peter Parker o Savarese, ni que hablar la pequeña Lulú, Peanuts o Mafalda, todos ellos eran mayores que yo ¡y ahora los sigo leyendo y soy más viejo que todos sin excepción! Neverland existe. Los mitólogos y filósofos suelen llamarla illio tempore.

Lo trágico es que para los humanos, salir del tiempo es ya no pertenecer al mundo de los vivos (de hecho, Kurt Cobain, Gordon Matta-Clark o Stéfano Tamburini nos siguen acompañando, siempre jóvenes, pero en realidad ya no son ellos; es su mito).

Camille Paglia: “La huida y el miedo marcan el inicio de la vida humana. La religión se deriva de la hechicería, de los rituales con los que se intentaba aplacar o hacer propicios a los elementos. (…) El hombre civilizado se oculta a sí mismo su sumisión a la naturaleza. La grandeza de la cultura y el consuelo de la religión le entretienen y le dan seguridad. Pero basta con el más leve guiño de la naturaleza para que todo quede en ruinas. En cualquier parte, en cualquier momento, se producen incendios, inundaciones, tormentas, tornados, huracanes, erupciones volcánicas, terremotos. El desastre se abate sobre los buenos y los malos. La vida civilizada requiere un estado de ilusión permanente”.

El tiempo, como quería Lezama Lima, es una cantidad hechizada. Cuando la ilusión lo conquista, su ritmo se altera. Cada tribu o grupo sabe cómo hechizarlo. Releamos atentamente el clásico contemporáneo de Maffesoli, El tiempo de las tribus, que vuelve a subrayarnos que no existe posibilidad de sociabilidad alguna por fuera de los profanos rituales de manipulación de la percepción temporal.

En un posteo anterior decía que la oscilación entre alta y baja cultura era ni más ni menos que una variable de tiempo. Hoy simplemente quiero señalar una intersección que seguiré explorando en sucesivas entregas. Me refiero a la conjunción entre el género y el tiempo digital de las comunidades virtuales.

En Second Life cada día descubrimos más juegos de rol que nos trasladan a escenarios y épocas de lo más diversas. Mucho medioevo, pero también futuros lejanos. Ciudades ultraviolentas y devenires no humanos. Centenares de usuarios invierten muchas horas en fabricarse esa posibilidad de vivir otras vidas. Sus avatares/alter-ego navegan en un tiempo diferencial que aliviana el tiempo de su otra cotidianeidad, por fuera de lo virtual.

En su infinitamente glosada Velocidad de escape, Mark Dery dedica mucho texto a los sinterrockers de cuero negro (de Elliot Sharp a Nine Inch Nails). Si el gótico tardío (el gótico decimonónico, que tanto contaminó al siglo XX y va por más) ya era una variable tecnológica de manipulación temporal entre otras (¿qué otra cosa fue el prerrafaelismo?) el cyberdark (el dark de las comunidades virtuales) presenta desafíos de exploración y autoanálisis realmente inéditos. Y cito al cyberdark entre decenas de otras tribus que construyen su límite de género con herramientas de software.

En tiempos de internet, la ficción circula con velocidades que apenas estamos aprendiendo a asimilar.

Nota bene: la cita del título pertenece a William Gibson, señalada por Derrick de Kerckhove