martes, 22 de abril de 2008

Nada ya fue

Vivimos en una época de gigantesco redireccionamiento crítico. Como nunca, compartir información es ofrecerle un giro, situarla en otro espacio, exhibirla en un contexto diferente aunque siempre personalizado.

La red es eso: un esquema de redireccionamientos ininterrumpidos e instantáneos, de producción de distorsiones customizadas. Tomemos como ejemplo a Wimbledon, el blog de Guillermo Piro, que varias veces al día ofrece un menú del estado del mundo en infinitos destellos, que no son sino lecturas pormenorizadas. Nabokoviano, Piro conoce la lección: no existe mejor política que la del detalle. Nuestra memoria ya no es la que era.

Ésta, durante siglos, fue una subespecie de la imaginación. Cada vez que se insinuaba un vacío de información, rápidamente se diseñaba una alternativa de suplantación. Fue el extenso reinado de la imaginación-sustituto.

Aún principios de los ochenta, cuando una película dejaba de exhibirse en cines, se reducía su disponibilidad a un grado mínimo: dependíamos de los cineclubs y de los tiempos lentísimos de las programaciones de televisión. El espacio de la imaginación-recuerdo era gigantesco porque no había con qué confrontar. Lo que habías visto se modificaba automáticamente por tu imaginación. Conseguir la información adecuada implicaba esfuerzos enormes.

Los surrealistas debieron inventar a Lautreámont: demasiado poco se sabía del Conde uruguayo al que consideraban una suerte de aparición y por sobre todo, como no se tenía ninguna imagen suya, muy pronto comenzaron a imaginar su fisonomía. Los pintores del grupo hicieron sus versiones conjeturales. La distancia memorización-adivinación era insignificante. Dalí construyó su industria en este enlace.

Claro, era todo lo contrario a una excepción. Hasta finales del siglo XIX las pinturas, dibujos, esculturas y escritos velaban por la memoria de nuestra visualidad. Es imposible escindir la historia de las artes visuales o la narrativa de su función de registro, de almacenamiento, de preservación. La ficción era un tipo diferente de campo de batalla. Hoy, la ficción se entromete en el registro como juego de distorsiones. La ficción es el photoshop de lo real.

Jamás conocimos vacíos de información puros. Enseguida, y no sólo por horror vacui, la imaginación planteaba múltiples alternativas de suplantación, al punto que una cultura se definía por la potencia de sus reemplazos. Aún lo sigue haciendo, claro, pero su marco de acción se ve por demás reducido. La imaginación sigue siendo una forma de conocimiento, de las más intensas, pero su régimen ya no es el mismo. Hace rato que la imaginación habita el redireccionamiento, volviéndose así eficazmente operativa. Y es que hay cierta memoria imaginativa que cayó en default mientras que su virtud conectiva y su articulación de exceso de visión gozan de la mejor salud.

Si existe hoy un ejercicio curatorial este funciona sobre la base de redireccionamientos. Pienso una vez más en Convi (Mónica Heller, Esteban de Alzaa), quienes hace rato ofician de minuciosos antólogos. Si la materia de la historiografía es el pasado clausurado y sus efectos, el de los redireccionamientos curatoriales que practica Convi pone entre paréntesis cualquier clausura: la relativiza. Conforme a nuestros tiempos, multiplican las funciones de uso de de esos pasados. Los ponen a funcionar de otra forma.

Fue una de los mejores saldos de la cultura rock de los noventa (cuando todavía existía, aunque debilitado, algo que se llamaba cultura rock): el abrupto y tan feliz fin del modernismo darwinista de los ochentas. Con Fernando García recordábamos ayer cuando, en la década de la nefasta guerra de Malvinas vendimos nuestros discos de los setentas porque se los había decretado definitivamente out. Todavía no entiendo cómo pudimos aceptar que si escuchabas a Sumo no podías volver a La Pesada del Rock, que Talking Heads podía relegar a Led Zeppelin. ¿Lo creímos realmente?
El espejismo de esa tan aburrida idea de lo nuevo, por suerte, duró muy poco. Kurt Cobain vino a decirnos que hubiera adorado ser uno de los fans que ilustraban la cubierta del mejor live de Kiss, que Aerosmith era parte de su ADN tanto como Pixies. Con respecto a Kiss, Dino Bruzzone también exploró su memoria afectiva internándose en ese imaginario. Así como fue Peter Burke quien dijo: cada nueva generación de historiadores debe volver a reescribir la historia.

La infoxicación nunca fue un efecto de la disponibilidad desmesurada, de no saber qué elegir o como seleccionar, sino de los pormenores de la urgencia. De la digestión: ¿por qué necesitamos metabolizar todo tan rápido?
Los pasados llevan su tiempo. Ni que hablar los presentes.


Que maravillosa sensación saber que nada es para siempre, que lo universal es sólo una idea y que los rastros de toda esa provisoriedad pueden emocionarnos cuando deseamos.

Claro, ya no es aquel pasado. Es otra materia. Las coyunturas de entonces quedaron momificadas y el presente linkea las nuevas audiciones y visiones con experiencias y un estado del mundo que entonces ni prefigurábamos.
¿Qué sobre la recuperación del pasado reina un nuevo mercado? Claro. Un mercado de disponibilidad que usando –por ejemplo- Youtube sólo conoce el gasto de la conexión.
Hace muchos siglos que el pasado personal, restringido a la construcción más o menos voluntaria de una subjetividad se confronta al pasado-archivo, que en tanto ajenos son también pasados electivos como impuestos.

Quería llegar a este punto: el índice de caducidad, de clausura, es cada vez más personal. Los pasados-archivo (todos los pasados disponibles) progresivamente dependen más del control de la experiencia personal. Por lo cual el tiempo público (compartido) resulta cada día menos homogéneo y no deja de asemejar a un inmenso collage de elecciones individuales. A más disponibilidad de pasado-archivo, más fragmentario el collage. Más política del detalle.

Nada ya fue del todo.
Y sin embargo ya nada será como antes.
Ni siquiera el pasado.
Qué bendición.